Macclesfield, el no hogar de Ian Curtis
Se nos había hecho tarde y cuando llegamos al cementerio ya estaba oscureciendo. Había un cartel que decía que cerraba a las 17:30, ya eran las seis menos cuarto, pero la puerta estaba abierta. Contra toda sabiduría popular entramos, era ahora o nunca. En el cementerio no había nadie, ni siquiera había tumbas lo que se dice tumbas, los muertos yacen cremados junto a una placa con su nombre, del tamaño de un ladrillo, que van formando como un camino a los costados de los senderos. Había miles, muchas de ellas tan cubiertas por musgo que no se veía ni de quién eran. Había pensado que iba a ser fácil, como encontrar la tumba de Oscar Wilde o de Jim Morrisson en Père-Lachaise, solo hay que buscar el bulto de gente. En Macclesfield no hay bulto de gente. Eran cuadras y cuadras de ladrillos; Elizabeth, Charles, Irene, Dear Father, Dear Mother, musgo, Elizabeth, Charles, Irene, Irene, Irene. Vimos pasar una mujer paseando un perro, y pensamos en preguntarle, pero nos daba la sensación de que nadie en esta ciudad tiene idea de quién es, ni le interesa. En otras ciudades informan orgullosos en cada rincón acerca de sus ciudadanos ilustres, o al menos famosos. Pero acá es como si quisieran que la gente no se entere que hay algo para ver, que no vengan a romper las pelotas y hacer circo. El cementerio ya podría muy bien estar cerrado, era una locura pensar que íbamos a encontrar un ladrillito en ese pajar, vaya uno a saber cuándo fue la última vez que alguien vino a visitarlo, a dejarle algo, vaya uno a saber si no era una de esas placas cubiertas de musgo que habíamos pasado hace 15 minutos. Ya habíamos visto su barrio, su casa, vimos bastante, no podíamos quejarnos. Decidimos que esos iban a ser los últimos 100 metros de inspeccionar ladrillos antes de volver por donde vinimos, si es que encontrábamos el camino. Levanto la vista y veo colores a lo lejos. En un cementerio perdido lleno de musgo y de nombres victorianos, si esa no es la tumba, que me parta un rayo.
“IAN CURTIS, Love will tear us apart”.
Alguien le había dejado un arreglo de flores con el número 60. Ahí caí en que sí, el pibito eterno ya tendría 60 años. Otros le dejaron monedas, pases de tren, y hasta una giftcard para usar en un negocio de Francia.
Volvimos sobre nuestros pasos sin cruzarnos con un alma, y logramos salir a tiempo del cementerio habiendo encontrado el Rockemón más difícil.
© Fotografías y textos Cecilia Martin 2010-2017