Comer, Rezar, Mear
Una de las tantas cosas que no sabía cuando llegué a la India para acompañar a mi novio en una rotación laboral de tres meses, era que para entrar en cualquier templo hay que sacarse los zapatos. Tampoco sabía que eso iniciaría una cadena de hechos que terminaría en lo que hoy recuerdo un poco en chiste y un poco en serio como "el peor día de mi vida". Ni que aprendería que un ciclo sin fin de confusión-incertidumbre-ira-resignación-aceptación iba a acompañar toda nuestra vida en India, y que era mejor aprender a convivir con él lo antes posible.
En mi segunda semana en Bangalore la empresa nos organizó un día de excursión. Éramos un grupo de 10 sudamericanos que pisaban India (y la mayoría también Asia) por primera vez. Sabíamos a dónde queríamos ir, nuestro plan era visitar el palacio de Mysore al anochecer, cuando las miles de lamparitas que lo cubren se encienden y parpadean en un show de música y luces que lo hacen ver aún más imponente y fuera de este mundo (este, el occidental) de lo que es. Nos vinieron a buscar a las siete de la mañana, porque a pesar de que Mysore está a 140 kilómetros de Bangalore, en India 140 kilómetros son tres horas de viaje. Y tres horas de viaje en India no son tres horas de viaje en Buenos Aires, o en Europa; son tres horas de bocinazos, tres horas en una ruta donde cada uno va por el lado que quiere, donde se aparece gente caminando, se cruzan animales y no hay ningún tipo de iluminación. "Tres horas" que en realidad pueden convertirse en cinco. O al menos sentirse como si fueran cinco. O hacerte envejecer como si fueran cinco.
Los choferes hablaban muy poco inglés, y cuando nos estacionaron en la entrada de un templo a mitad de camino fue recién cuando nos dimos cuenta de que no teníamos idea de a dónde nos estaban llevando, ni de cómo iba a desarrollarse el día, y de que nadie iba a molestarse en explicárnoslo. Los alrededores del templo estaban rodeados de vendedores ambulantes, animales y "guías" que te cuentan cosas de prepo para después pedirte plata. Y las puertas del templo eran un mar de sandalias pisoteadas esperando a sus dueños. No quisimos dejar nuestros zapatos ahí, y tampoco podíamos entrarlos, ni siquiera en la mochila, porque se los considera algo sucio y una falta de respeto al lugar de los dioses. Así que nos turnamos para cuidarlos. Entró un grupo descalzo y después entramos los demás. Pero TODO en la India lleva tiempo, y cada grupo tardó una eternidad en entrar y otra más en salir de ese templo. Y para cuando esa eternidad finalmente terminó, no había valido la pena.
Volvimos a frenar, convencidos de que ya habíamos llegado al palacio de Mysore. Pero tampoco. Estábamos en un palacio de verano donde nos cobraron otra entrada, nos pidieron selfies, nos guiaron de prepo, nos pidieron plata, y nos fuimos.
Cuando frenamos otra vez, estábamos en un hotel. Entre señas y palabras sueltas entendimos que nos habían llevado ahí para comer. Si nos hubiesen preguntado hubiésemos preferido parar en un Burger King, comprar algo rápido y seguir camino, pero nos hicieron bajar a un tenedor libre subterráneo que parecía la versión "El Extraño Mundo de Jack" de un restaurant temático de Disney, y donde los únicos comensales eran turistas a quienes también habían estacionado ahí sin preguntarles. El poco humor que me quedaba, para el momento del almuerzo ya había desaparecido. No estoy acostumbrada a no tener ningún control cuando viajo, a no saber a dónde ni por qué voy, a que elijan por mí y me estacionen y me hagan pagar lo que quieran sin tener idea. Pagué por un buffet libre pero solo me animé a comer arroz blanco y pan.
Y de ahí otro viaje misterioso hasta un palacio que ahora funciona como un hotel. Y pagar. Y de ahí a otro templo, y a otra aglomeración de gente, y a hacer cola para poner los zapatos adentro de una bolsa sucia y dejarlos en un guardarropas. Y después hacer cola para que nos los devuelvan.
Para este momento ya habían pasado varias horas del almuerzo y no podíamos dilatar más la necesidad de hacer pis. Nuestro primer baño público indio. Después de pagarle al hombre que custodiaba la entrada, entro a un cubículo y me encuentro con un piso de cerámica completamente liso. No hay inodoro, no hay letrina, no hay ni un balde. Era solo cerámica con una rejilla muy chiquita en una esquina. Pero donde fueres haz lo que vieres. Esto acá era un baño, así que me arrodillé casi al ras del piso y puse todos mis esfuerzos en no salpicarme a mí misma. Cuando salí, finalmente, orgullosa de -incluso siendo una hipocondríaca neurótica y germófoba- haber logrado adaptarme tan fácilmente a lo que en una cultura tan distinta es considerado un baño, una de las chicas que viajaba con nosotros me dice "¿Estaba limpio tu inodoro?". El cubículo sin orificios en el que había hecho pis era una ducha.
Ya llevábamos cinco paradas y todavía ni noticias del Palacio de Mysore y su show de luces, cuando el chofer volvió a estacionarnos para visitar un templo en la cima de una colina. Cansados de dividirnos para cuidar los zapatos, de hacer cola para dejarlos, de hacer cola para recogerlos y de temer que alguien se los lleve, en lo que fue una de las peores decisiones de mi vida, elegimos dejarlos en el auto y caminar hasta el templo descalzos. No fue hasta que hicimos 100 metros que nos avivamos de que los choferes nos habían dejado a 500 metros del templo. Sobre el asfalto caliente. Sobre la mierda de vaca. En India. Para cuando fuimos totalmente conscientes de la locura que nos habíamos mandado ya estábamos a mitad de camino y empezaban a dolernos los pies. Yo no ando descalza, NUNCA, así que los míos fueron los primeros en rendirse. Ya era muy tarde para volver al auto. No me quedaba otra que aguantar y llegar como fuera. Con los pies enrojecidos y los ojos llenos de lágrimas seguí caminando y esquivando basura sobre el cruel asfalto.
Cuando finalmente llegamos al templo había una cola de más de 150 metros. La decisión fue unánime: nadie quería entrar. Nada valía ese suplicio, ya no nos interesaba ni ese templo ni ningún otro. Pero entonces había que volver al auto. Y ahí mi voluntad colapsó. Ese fue el momento en que la India me quebró. Me negué a volver caminando. Mis pies ya habían llegado al límite de dolor y yo al límite de tolerancia, y empecé a pedir que el auto nos viniera a buscar. Pero los autos no podían acercarse porque estábamos rodeados de un mar de vacas y gente yendo y viniendo del templo. No teníamos otra opción que volver caminando, pero yo estaba dispuesta a pasar la noche llorando en la cima de una colina del sur de la India con tal de no seguir pisando el asfalto descalza. Así que en uno de los actos más nobles que haya tenido conmigo, o como un intento de no tener que soportar más mi crisis de nervios, Nico me subió a caballito.
Mientras caminábamos en medio del gentío, las vacas y la bosta, yo me culpaba entre lágrimas por haber decidido andar descalza en LA INDIA. De fondo, un chico de los nuestros gritaba "pisé mierda de vaca, pisé mierda de vaca", mientras otra repetía histérica "vamos a agarrarnos tétanos". Los locales nos miraban sin entender qué hacían esos diez turistas gritando descalzos. No había nadie más descalzo en toda la colina.
Al llegar al auto, y todavía llorando por mis pies y por los de Nico, empecé a frotarme con toallas antibacteriales y alcohol en gel. No dejaba de repetirme a mí misma "algún día vamos a reírnos de esto", pero me costaba bastante creerlo.
Queríamos volver, quería llegar al hotel y poner los pies en una palangana llena de alcohol, y seguir llorando. Pero habíamos hecho todo eso para llegar al palacio de Mysore y no podía haber sido en vano.
Un rato largo después seguíamos en la ruta, adentro de un embotellamiento cada vez más grande. Cuando finalmente le preguntamos al chofer por qué aún no estábamos en el palacio, nos dijo que todavía faltaba un destino; algo que hasta el día de hoy nunca entendimos si era un parque acuático o un jardín botánico. Pero no nos interesaba ninguno. Ya estaba cayendo la noche y seguíamos a más de una hora del palacio. Le pedimos que diera la vuelta para ir a ver lo único que realmente nos interesaba, lo que nos había llevado a pasar por todo ese suplicio. Pero el chofer se negaba, insistía con que faltaba poco para llegar y que teníamos que ir al parque acuático o jardín botánico. Por primera vez en todo el día nos retobamos y muy de mala gana aceptó dar la vuelta y llevarnos al único lugar al que desde un principio queríamos ir.
El episodio de la ducha ya parecía haber pasado en otra vida y yo tenía que ir al baño de nuevo. Faltaba una hora para llegar al palacio y no solo no había ningún lugar para parar en el camino, sino que si parábamos no íbamos a llegar a tiempo para el show de luces. Así que aguanté con todas mis fuerzas mientras fantaseaba con los baños del palacio.
Cuando después de 12 horas finalmente llegamos y le pregunté al chofer por dónde entrar, nos avisó, por primera vez en toda la tarde, que la entrada al palacio había cerrado hacía una hora, que íbamos a tener que ver las luces desde afuera, y que nos olvidáramos de ir al baño. Para ese momento ya no me importaba nada, iba a hacer pis donde fuera. Me paré en un descampado, y ante un grupo de hombres que jugaban a la pelota y una viejita cuya mirada no emitió juicio alguno al verme salir de entre los arbustos subiéndome los pantalones, hice lo que tenía que hacer enfrente del palacio de Mysore.
El show de luces todavía no había empezado, y lo único que nos separaba del palacio era una avenida de doble mano con tráfico constante y sin semáforos. De los diez que éramos, siete se rindieron, hasta ahí habían llegado. Pero yo no me iba a rendir, ya había llorado, comido en una cripta, limpiado los suelos de Mysore con mis pies descalzos, meado en una ducha y meado parada en un descampado a la vista de todos. Tenía los pies todavía doloridos y la ropa toda salpicada de mi propio pis. Iba a llegar a ese palacio aunque fuera lo último que hiciera, aunque la India terminara de quebrarme. Si iba a perder mis pies por una infección, al menos iba a ver esto antes.
Y ahí nos paramos, esperando que sucediera el milagro que creara un momento de tranquilidad en el que pudiéramos cruzar. Pero no llegaba.
Sabiendo que podíamos estar ahí para siempre, nos acercamos a un local y le explicamos que necesitábamos cruzar pero no sabíamos cómo. "Vengan conmigo", dijo. Como Moisés, entrando en la marea de autos con el brazo en alto y sin mirar atrás, el hombre nos abrió las aguas.
Y desde el lado de afuera, agarrados de los barrotes y habiendo atravesado el bautismo de fuego de nuestra nueva vida en la India, finalmente vimos el palacio encenderse y titilar bajo el cielo encapotado de Mysore.
*Esta foto la tuve que sacar de internet. Mi voluntad de inmortalizar ese momento se había quedado en el camino.
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