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Cómo sobreviví a la India



"Te adaptás a India el día en que te morís por dentro", me había dicho una de las chicas del grupo con el que estuve viviendo tres meses y que había llegado unos días antes que yo. Y a pesar de que suene exagerado, amarillista, políticamente incorrecto y gracioso, a veces también parece ser dolorosamente cierto.

Tuve que pasar por muchas frustraciones, sufrir varios choques culturales, enojos y llantos hasta que finalmente aprendí esto: En la india nada va a ser como esperás. Y nada va a salir como tiene que salir. Y una vez que te rendís a eso sobrellevarla se hace mucho más fácil.

Hay una visión muy romantizada de la India; de su espiritualidad, de sus colores, del Taj Mahal. E India es todas esas cosas, pero también, y sobre todo, es caos, es ruido, es desorden, es demasiada gente en todos lados, demasiada basura en todos lados, es cosas que no funcionan. Es siempre alguien o algo pidiéndote permiso, o llevándote por delante, y saber que no podés detenerte, o pararte a sacar una foto, o a mirar el mapa, o a pensar, porque la calle no tiene tiempo para eso y te lleva puesto. Y es bocinas, y bocinas, y más bocinas. Y claro que encontrás la paz. Encontrás la paz el día que te vas y te das cuenta de que eso a lo que llamabas caos y locura antes de conocerla no era tal. Que el tránsito de la 9 de Julio y que caminar por Florida al mediodía son un retiro espiritual al lado de las cosas que viste. Y todo eso no sale en las fotos de las viajeras felices que abren los brazos al amanecer frente al Taj Mahal usando un sombrero de paja y un vestido largo. Pero eso es India. Y verla como si fuera solo un montón de fotos de colores, platos vegetarianos y caras sonrientes es subestimarla. Creer que ir a la India es un pic nic en Plaza Francia con música de George Harrison y sahumerios de palo santo hace que para muchos el golpe con la realidad sea demasiado fuerte. Y decepcionante.

La India es una trompada en la cara apenas bajás del avión. E ir a la India no es como ir a Madrid, como ir a París, como lo que supongo debe ser ir a Miami. No es un lugar para sacarte un pasaje y mandarte sin investigar, sin prepararte mentalmente y sin saber lo que te espera. O sí, claro que sí, pero esa trompada en la cara va a ser mucho más fuerte, y mucha gente no la aguanta. Incluso estando preparado, ese golpe tarde o temprano va a venir. Siempre va a haber un día, o varios, de crisis. Un día en el que lo único que quieras sea encerrarte en un shopping, comer en Starbucks, comprar en H&M y soñar con occidente. Un día en el que hasta te cueste creer que existía occidente. Para mí, una porteña hipocondríaca y con fobia a los gérmenes ajenos, lo más duro fue lidiar con el fantasma omnipresente del dengue, del agua contaminada, de la malaria y hasta de las mordidas de mono. Y con el momento en que todos esos terrores se hicieron realidad cuando Nico y yo caímos en cama con fiebre durante cinco días y en la clínica nos dijeron: "Si les empiezan a sangran las encías, vuelvan a consultarnos".

A partir de ese momento entré en un espiral de paranoia en el que cualquier rojez en el cuerpo era dengue y cualquier malestar era repatriación de cuerpo. Y cuando ya estaba a un paso de convertirme en el señor Burns dejándose crecer la barba y obligando a Smithers a subirse a un avión de 30 centímetros de largo a punta de pistola, me refugié, cuándo no, en el encierro y en la magia del cine. Me puse a ver películas donde Hellen Mirren aprende a amar la comida india y Maggie Smith se despoja de sus prejuicios y se deja operar la cadera en una clínica de Jaipur. Y repetí la operación hasta que verla a través de otros ojos, los ojos de los directores, y de los escritores, y de todos los que veían la belleza que podía encontrarse en ese caos, hizo que empezara a amigarme de nuevo con la India.

Pero aun así, sabiendo lo difícil que fue para mí la vida ahí, jamás me atrevería a decirle a alguien que no vaya porque la India no le va a gustar. No se me ocurre otro lugar en donde sacar mejores fotos, o en donde sacarlas más fácilmente, o en donde la gente las tome como un halago y no como un motivo de paranoia y sospecha. Tampoco se me ocurre un lugar en el que la gente mantenga tanto la compostura y el buen humor a pesar de que todas las condiciones que los rodean sean adversas, y de que en cualquier ciudad de occidente ya nos hubiésemos matado los unos a los otros. Hay lugares en los que estuve, no me gustaron, y vivo en paz con la idea de que nunca jamás voy a volver a verlos (como Marsella o Praga...). Pero con la India, a pesar de todo, y tal vez porque también a pesar de todo fue mi hogar durante tres meses, cuando pienso en que probablemente nunca jamás vuelva a verla me inunda una tristeza inmensa. La India te hace todo para que la odies y aún así te encariñás.

Y habiendo pasado por todo eso, y habiendo convivido con ella esos tres meses, el mejor consejo que puedo darle a quien sea que quiera conocerla no tiene que ver con qué lugares visitar, ni con qué vacunas darse, ni con cómo sacar la visa, para todo eso está Google. Lo mejor que puedo decirles es que se informen mucho acerca de la verdadera India, que estén preparados para la verdadera India, y sobre todo, que sea esa la India que realmente quieran conocer. Y si están listos para ella quédense tranquilos, que esto no es como ir a París, o a Madrid o a Miami; no van a tener que indagar sobre el secreto mejor guardado de los locales ni van a tener que fumarse cientos de recomendaciones contradictorias en TripAdvisor, porque la India no oculta su cara más real detrás de una escenografía turística. No hace falta que salgan a buscar la verdadera India. Hagan lo que hagan, lo quieran o no, ella los va a encontrar.

*Si les interesa, las películas que me ayudaron a sobrevivir a la India fueron Un viaje de diez metros, cuyo soundtrack le dio luz nueva a las noches más grises de Bangalore, y El exótico Hotel Marigold (1 y 2). También una mención especial a la música de M.I.A., que me acompañó desde que me aprobaron la vista hasta el momento de escribir esto.


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