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De cuando fui fotógrafa del Barcelona (Y por suerte dejé de serlo)



Ya había jurado montones de veces que no iba a volver a rendirle cuentas a un jefe, ni a cumplir un horario, ni a firmar un contrato, pero cuando me llamaron del Camp Nou para trabajar ahí como fotógrafa, no pude resistirme a decir que TÉCNICAMENTE era compañera de trabajo de Messi.

El asunto consistía en sacarle fotos a la gente que visitaba el museo y el estadio del Barcelona; saludando en la tribuna, sonriendo junto a la copa de la Champions, y abrazando, Photoshop mediante, a cualquier jugador del Barcelona que eligieran. Después, y acá estaba el truco, había que venderles esos engendros.

Yo no solo no sirvo para vender, sino que lo detesto, pero de nuevo, no pude resistirme a decir que TÉCNICAMENTE era fotógrafa del Barcelona.

Llegué al estadio, y antes que nada me entregaron mi uniforme; una camiseta fucsia del Barça, y unos pantalones cortos que me quedaban tan grandes que no solo me llegaban por debajo de la rodilla, sino que tenía que sostenérmelos constantemente para no quedarme en culo. Me explicaron que pase lo que pase, los clientes nunca, bajo ninguna circunstancia, podían verme comer o beber con el uniforme puesto. Nada, ni agua, ni siquiera podía haber botellas a la vista. Si tenía sed me tenía que esconder en el depósito a tomar, si tenía hambre me tenía que esconder en el depósito a comer. Y si tenía frío teníamos una campera. UNA campera. No se nos permitía usar ningún tipo de prenda que no fuera del equipo oficial del Barcelona, así que había una única campera comunitaria, escondida también, en el depósito, lista para ser reclamada por el primero al que la camiseta fucsia no le alcanzara. Y esa siempre iba a ser yo.

Antes de asignarme a un puesto de venta, uno de los supervisores me preguntó: “¿Qué idiomas hablás?” “Inglés y francés”, le dije. “¿Italiano no hablás?” “No”. Y con tonito de desaprobación frente a mi supuesta falta de buena voluntad, preguntó: “¿Ni siquiera lo intentás?”. En el Camp Nou, se ve, querer es poder.

Pero ese día yo no era la primera que empezaba a trabajar, también empezaba un argentino de un metro cincuenta con la sonrisa falsa tatuada en la cara y la actitud del estereotipo de vendedor. El argentino no paraba de hablar de él mismo, de cómo los españoles aman a los argentinos, de cómo todos aman a los argentinos, y de cómo ser argentino hace que consigamos cualquier trabajo porque a los demás les falta nuestra viveza. Yo le contestaba con monosílabos y evitaba el contacto visual para impedir que terminara tomándome confianza. En ese momento yo todavía no lo sabía, pero el argentino iba a terminar sellando mi destino.

Para cuando llegó la hora de marcar la tarjeta de llegada de mi primer día, yo ya había decidido que iba a renunciar.

Pensé en quedarme tres semanas, necesitaba la plata para llegar a fin de mes, y no iba a irme antes de poder decir que TÉCNICAMENTE era fotógrafa del Barcelona. Aunque tuviera que sostenerme los pantalones durante seis horas al día.

Una vez sacadas las fotos, teníamos cinco paquetes para vender; la caja deluxe de 100 Euros, el álbum de fotos grande por 50, el álbum chico por 35, y la foto suelta por 20 Euros. Pero como si el Camp Nou fuese el Gran Bazar de Estambul, yo tenía que ofrecer el más caro, y después quedarme callada. Si el cliente protestaba por el precio alto, yo podía ofrecer el álbum de 50 Euros. Si el cliente volvía a protestar por el precio, podía ofrecerle el paquete de 35 Euros, y solo si se quejaba de todo lo anterior, podía ofrecerle el más barato. Aparte de detestar vender, yo siempre odié regatear, me hace sentir sucia y engañada, porque consiga el precio que consiga, sé que siempre me están cagando. Y no podía hacerle eso a otro. Así que jamás cumplí con el guion de ventas, siempre empezaba por lo más barato y paraba antes de llegar a la caja deluxe. Me daba vergüenza cobrar 100 Euros por una caja que solo tenía dos tarjetas de árbitro de cartón y un silbato de plástico.

Y mientras yo vendía la opción más barata como pan caliente, tenía el ruido de fondo del argentino hablándole a los clientes de Maradona, de Messi y del Papa.

Cuando se hacía la hora de merendar, me sacaba el uniforme para no romper la regla, y me iba con mi tupper a la platea, a comer mi sánguche mirando el estadio vacío, casi para mí sola. Sería horrible vender, pero hasta ahora, y de todos mis trabajos, este por lejos venía teniendo el mejor comedor. Y si tenía suerte me tocaba pasar el día haciendo fotos con la copa de la Champions, la orejona, la estrella de todas las fotos, y la que al final del día, también escondíamos en el depósito, junto con los lampasos, las botellas y la campera.

Así pasaban los días, entre fotos mal photoshopeadas de Messi abrazando a una familia rusa, almuerzos de tupper, y el ruido de fondo del discurso de ventas del argentino. Yo seguía sin hablarle, y sin hacer contacto visual, hasta que un día, distraída, siento unas manos en mis hombros empezando a hacerme masajes. Salté como si hubiera sentido una cucaracha en la espalda, y lo primero que me salió fue gritar “¡Qué asco!”. El argentino, con su sonrisa tatuada me dijo impune: “Pero si no muerdo”.

Ni mi cara de culo, ni mi silencio, ni mi indiferencia lograron que no sintiera la confianza suficiente como para tocarme sin permiso. Ahora ya era personal.

Al día siguiente ya me irritaba más que nunca, sus charlas falsas, sus risotadas falsas, su caja deluxe falsa, todo me molestaba, y lo rumié en silencio durante seis horas mientras vendía sin parar mis fotos de 20 euros.

Ya me faltaban diez minutos para irme, y una semana para llegar a fin de mes y renunciar, cuando escuché al argentino diciéndole a unas turistas suecas que unas chicas tan lindas como ellas no podían irse sin comprarle la caja de 100 euros. Mi vergüenza ajena fue tal, que lo mínimo que pude hacer para exorcizarme fue revolear los ojos con indignación. Pero cuando mis ojos volvieron a su lugar, vieron que el gerente me estaba mirando, fijamente y muy serio. No le di importancia y seguí de largo, llevando en andas la orejona hasta su hogar en el depósito.

Pero cuando diez minutos después agarré mis cosas para irme, el gerente y el supervisor que hablaba idiomas mediante su mera voluntad, me llamaron aparte para decirme que ya no volviera mañana. En sus palabras, yo era “demasiado autónoma”, y no era eso lo que estaban buscando. “Puedes quedarte con el uniforme”.

Salí sin saber si debía tomar lo que me dijeron como una crítica o como un elogio. Y hasta el día de hoy no sé qué habrán entendido por ese revoleo de ojos.

Al final, después del fast food de Florida y Lavalle en el que trabajé a los 17 años, el Camp Nou terminó siendo el peor de mis trabajos. Pero nadie me va a sacar esas meriendas en la platea con todo el estadio para mí sola, ni el el hecho de que TÉCNICAMENTE, una vez, yo fui fotógrafa del Barcelona.

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